LA PRODUCIMOS TODOS: VIOLENCIA ESCOLAR Y SOCIAL.
Por: RAFAEL AYALA VILLALOBOS
En La Piedad, en el 2019, a una cuadra de la primaria, Javier se acercó a Luis por atrás. Le clavó un lápiz puntiagudo en el cuello que lo puso en riesgo de morir. Cayó al suelo retorcido de dolor, ahí se desmayó en medio de un charco de su propia sangre.
El asunto se complicó porque Javier y Luis son primos hermanos. Hubo alboroto en la escuela, los maestros se culpaban entre sí y los papás se dividieron en tres bandos: con Luis, con Javier y los indiferentes.
Cuando los compañeros de Javier empezaron a hacerle bullying, “por su apariencia y conducta femenina”, su primo Luis no se atrevió a defenderlo y para no malquistarse con la mayoría, prefirió sumarse a las burlas y a los ataques contra Javier, quien sintiéndose traicionado por su familiar, un mal día, luego de haber discutido con enojo en el recreo, le advirtió: “Te voy a chingar”. Y así lo hizo.
Este incidente es uno de tantos de violencia escolar física, verbal, psicológica, económica, cibernética, entre otras modalidades. Es el pan de cada día.
He visto maestros muy interesados en corregir este mal desde su raíz, o por lo menos en sus más graves manifestaciones. He comprobado que diferentes gobiernos despliegan programas y estrategias para recomponer este mal que ocasiona sufrimiento a todos: papás, alumnos, maestros, con buenos pero insuficientes resultados. Todavía falta.
Se trata de un problema real, doloroso, a veces soterrado, del que hay que hablar.
Es momento de que repensemos colectivamente qué hacer ante el problema de la violencia escolar, incluyendo las autoridades municipales, estatales y federales y, por supuesto, la sociedad. Aún es tiempo.
Algunos papás culpan a las escuelas y más directamente a algunos maestros. Los directivos escolares dicen que los niños y adolescentes traen desde sus casas esas malas conductas. Mientras, los niños sufren.
Pienso que la escuela no forma los valores: los refuerza, los encausa y busca que se vivencien, pero es el individuo el que primero despliega su conducta, luego en su entorno social, quienes se la ven, le dan un significado, se la aprueban, desaprueban o refuerzan.
Entonces el individuo repite patrones de conducta que lleva a la escuela.
Finalmente, tanto los maestros como los alumnos vienen del mismo ser social.
Esto significa que el individuo no solo recibe de su entorno social y cultural una determinada forma de conducta, sino que el individuo también le aporta a la sociedad, es un participante activo en el proceso de reproducir la conducta social.
La escuela funciona como una caja de resonancia, con el agravante de que la violencia escolar refleja la división económico-social de la sociedad.
Los acosadores padecen una situación familiar y social negativa, les gusta abusar de su fuerza, son impulsivos, tienen baja tolerancia a la frustración, les cuesta trabajo cumplir reglas, respetar límites y autoridades; por lo general tienen bajo rendimiento escolar.
Si lo anterior es cierto, entonces la violencia escolar es resultado de la superestructura ideológica de la sociedad, bajo la cual está la estructura política y jurídica y, bajo éstas, la infraestructura económica del modo de producción, de consumo y de acumulación de capital que vivimos.
Así pues, las raíces de la violencia escolar llegan muy al fondo de nuestra sociedad y costará mucho trabajo, tiempo y paciencia transformar el actual estado de cosas que la fecunda. No aflojemos el paso.
En la actualidad no hay tranquilidad escolar y social, el nivel de violencia es mayúsculo y cada día más cruel y bárbaro, además de normalizado: ya vemos como si nada los horrores de la violencia. Hay mucha maldad.
Y sin embargo, decimos que los mexicanos estamos unidos, que somos bien buenos y solidarios, también que somos guadalupanos y religiosos.
Pero la crueldad es agua de uso.
“No te dejes”, le decimos a nuestros hijos. “Tienes que ser el más aplicado de tu salón”, los retamos. “Por algo lo han de haber descuartizado”, nos oyen decir cuando las noticias dan cuenta de otro homicidio. “Andaba casi encuerada en la calle”, decimos frente a los niños cuando desaparece una joven.
Y hasta como que sentimos placer y morbo cuando otro sufre violencia.
Nos burlamos del que cae, del que su equipo de fútbol pierde, le decimos “burro” al que le cuesta aprender, nos encanta calumniar, gozamos el chisme, usamos las redes sociales para destilar nuestras frustraciones, para envidiar, codiciar, insultar y para aumentar nuestro ego.
Todo ello se replica en la escuela porque la escuela no es una isla: está inserta en la sociedad.
Niños maltratan niños. Maestros maltratan maestros y niños. Papás maltratan a sus hijos. Todos sufren.
Hay violencia afuera de la escuela: hay violencia en la palabra, en las redes sociales digitales y en los medios masivos de comunicación, hay violencia política, violencia física, acoso sexual, agresión laboral, asimismo violencia al patrimonio. Y no es noticia de tan cotidiana que es y de tan normal que ya la vemos.
Pasamos mucho tiempo en las redes sociales, lo que afecta la convivencia, diluye el tejido social, la integración familiar, provoca aislamiento y soledad y más violencia.
No tenemos empatía con los demás, ni nos interesamos en su bien o en su mal. Nos vale.
Buscamos cosificar nuestra existencia aburrida, como si de verdad ese fuera el éxito, nutrimos nuestro ego, queremos que el gobierno arregle nuestra vida, otros no salen de sus cápsulas políticas, empresariales, de su circulito de amigos, de sus cotos culturales.
No echemos la culpa.
No nada más es la violencia del crimen organizado, sino la de todos, de una u otra forma, por acción y por omisión.
Somos una sociedad violenta, nuestras relaciones diarias son agresivas: con el tendero, con los meseros, con otros automovilistas, con el personal, con los ciclistas y motociclistas. A veces solo sabemos relacionarnos con burlas, chismes y golpes hacia los demás.
En los hogares, se ejerce el poder de manera soberbia y avasallante.
No sabemos resolver nuestros problemas antes de que se conviertan en conflictos. Tampoco sabemos resolver los conflictos sin violencia.
Durante varios años el Estado mexicano nos hizo “ghosting”: se ausentó de usar legítimamente sus recursos y la fuerza pública para defendernos de quienes han maltratado a la sociedad y nos han robado la tranquilidad. Hoy parece que el Estado recupera el ejercicio de su principal función: proveer la seguridad pública. Es innegable. Enhorabuena. Parece que busca, ahora sí, restablecer la convivencia armoniosa. Aseguremos entre todos que haya concordia.
¿Cómo podemos pedirle a un niño de primaria que no maltrate a otros, si sus tíos y su papá han hecho del maltrato su industria y modo de vida y él lo sabe?
¿Qué podemos hacer?
Con independencia de las estrategias federal y estatal, creo que el Ayuntamiento puede liderar una amplia convocatoria municipal para entre todos construir un plan local pertinente a nuestra idiosincrasia, muy incluyente, dialógico, realista, con metas a corto, mediano y largo plazo, en el que, junto a las organizaciones intermedias de la sociedad civil (sindicatos, cámaras, asociaciones, iglesias, etc.), también participen los partidos políticos a fin de que se comprometan a darle continuidad, gane quien gane la próxima elección.
Algunos dirán que ya existen organizaciones para ello. El resultado está a la vista: es insuficiente y el problema avanza. Ya no se trata de “observar” sino de resolver.
En adición a la anterior propuesta, tenemos que dejar de ser indiferentes ante el problema.
Tomemos conciencia de nuestra forma de ser y de conducirnos, tengamos conciencia de nuestras propias prácticas de violencia descarada o disimulada.
Reconozcamos cómo maltratamos a nuestros hijos, a los vecinos, a compañeros de trabajo, cómo destrozamos honras, cómo no saludamos para ignorar, cómo chismorreamos, cómo nos esclavizamos en los teléfonos móviles, cómo regateamos al pobre, cómo eludimos afiliar al IMSS a nuestros trabajadores, cómo no pagamos bien los salarios o pagamos con justicia los trabajos que contratamos, cómo usamos las redes sociales y los medios para insultar, burlarse, propagar mentiras, descalificaciones y agresiones, cómo somos violentos y descorteses al manejar vehículos motorizados, cómo no respetamos las reglas de tránsito y a los peatones, entre otras formas cotidianas de violencia que practicamos, que los niños y adolescentes nos ven, que ellos mismos refuerzan y que replican en la escuela.
Y luego nos quejamos.
La violencia la producimos todos.
Entre todos, cambiemos eso.
Sean felices.