Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.Sor Juana Inés de la Cruz.
Así inicia uno de los poemas más conocidos de Juana de Asbaje, quien nació un 12 de noviembre pero 1648 en San Miguel Nepantla en una hacienda ubicada al pie de los volcanes.
Fue criolla, probablemente de ascendencia vasca.
En un texto autobiográfico, la poeta cuenta que su amor por las letras se dio –y así lo dice– “desde que me rayó la primera luz de la razón”, y que a la edad de tres años, siguiendo a su hermana, tomó lecciones y aprendió a leer.
A la edad de siete años, y al enterarse de la existencia de la Universidad de México, solicitó a su madre que la enviara a estudiar allá, disponiéndose a cambiar el vestido por uno masculino si fuese necesario.
Ante la negativa materna, se consoló devorando los libros de la biblioteca de su abuelo.
Se armó de constancia y disciplina, a tal grado que, niña aún, se abstuvo por ejemplo de comer queso, puesto que había oído decir “que hacía rudos”, es decir, que entontecía a las personas.
Empezó a estudiar gramática con tal dedicación que cortaba su cabello imponiéndose el aprendizaje de una lección determinada mientras crecía, volviendo a cortarlo si aún no dominaba lo que se había propuesto aprender, ya que para ella “no parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno”.
Según el Padre Calleja, primer biógrafo de Sor Juana, a los ocho años compuso una loa para la fiesta del Santísimo Sacramento.
Tras la muerte de su abuelo en 1655, fue enviada a la ciudad de México, a vivir con su tía materna, María Ramírez, quien estaba casada con Juan de Mata, hombre acaudalado que gozaba de influencia en la corte del virrey Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, lo que permitió que la joven entrara a la corte, donde vivió entre los dieciséis y los veinte años, y fue respetada por su prodigiosa inteligencia, a tal punto que el virrey, admirado por su erudición, sometió a la joven a un examen ante cuarenta hombres de letras: teólogos, filósofos, matemáticos, historiadores y poetas.
Ante la muestra de sabiduría en sus respuestas, impresionado dijo de la joven “la manera que un galeón real se defendería de pocas chalupas, que la embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas, que tantos, que cada uno en su clase, la propusieron”.
Con la total negación que tenía al matrimonio, e influida por el padre Antonio Núñez de Miranda, que era confesor de los virreyes, Juana decidió profesar. Tomó la decisión por parecerle que era “lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir”.
Contrario al matrimonio, la vida conventual le aseguraba “no tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, así que ingresó en primera instancia al convento de Carmelitas Descalzas en agosto de 1667 y fue acompañada por los virreyes.
Abandonó el convento poco tiempo después, probablemente por la rigidez de su regla y finalmente, se decidió a ingresar en la Orden de las jerónimas, tomando los hábitos en febrero de 1669.
En la soledad de su celda se dedicó al estudio, que consideraba como su descanso “en todos los ratos que sobraban a mi obligación… sin más maestro que los mismos libros”.
El amor por las letras la llevó a estudiar diversas materias, “sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general”, siendo su meta el estudio de la Teología; considerando que para llevarlo a cabo era necesario primero “subir por los escalones de las ciencias y artes humanas”.
Estudió a los clásicos griegos y romanos; así como lógica, retórica, física, música, aritmética, geometría, arquitectura, historia y derecho.
Hacia 1693 dejó de escribir y se dedicó más a los oficios religiosos, situación que no ha sido convincentemente explicada por sus biógrafos.
En 1695 una epidemia azotó con particular fuerza al convento de San Jerónimo, se dice que “de diez religiosas que enfermasen, apenas convalecía una”/13. Sor Juana se dedicó sin fatiga al cuidado de sus hermanas enfermas, se contagió y murió el 17 de abril de dicho año.