¿PORQUÉ SOMOS MALOS?
Por: Rafael Yala Villalobos
Me pongo de pie –bueno, mejor con los dos pies para mayor equilibrio- y aplaudo al colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, y aplaudiéndolo a él, también aplaudo a los demás colectivos que buscan personas desaparecidas en este México bárbaro, no sólo porque encontraron un sitio macabro con evidencias de tortura y muerte humana en Teuchitlán, Jalisco, sino porque realizan uno de los quehaceres esenciales del Estado que el Estado no hace, y porque hallándolo, puede ser que las familias dolientes identifiquen a sus seres queridos arrebatados de sus brazos por la maldad. Lo menos que uno puede hacer es tener solidaridad y empatía con las familias que al saber del rancho macabro en Jalisco, albergaron en su corazón una chispita de esperanza para localizar aunque fuera los restos tristes de sus familiares.
Las desapariciones en México suman más de 110 mil personas no localizadas desde 2006 en todo el país… y nadie está exento de este riesgo.
Tal vez los desaparecidos no sean nada nuestro, pero como comunidad, nuestra es su tragedia y nuestro es el dolor de sus familiares, amigos y compañeros
Los sobrevivientes de ése y otros sitios similares platican de un sistema terrorífico: jóvenes metidos al rancho con engaños, entrenados brutalmente y, si no daban el ancho, asesinados y quemados en un horno artesanal ingeniosamente construido, es que hacer daño tampoco es cosa fácil. Esto habla de un sistema, una deshumanización y una infraestructura creada deliberadamente para que no quedaran evidencias de vida. O sea, una organización para el mal.
Pero, ¿qué produce esta crueldad y saña?
¿Es la maldad una fuerza natural del hombre?
¿Será que el malo se sabe malo o se autoengaña fingiendo que cree que lo que hace es bueno?
Los perpetradores de tanta maldad no llegaron de Marte sino que surgieron de algunas familias de nuestra sociedad.
Reflexionemos un poquito en esto.
La bíblica historia de Caín y Abel funda la violencia y el odio cuando sucede el primer asesinato por envidia. Caín, mata a sangre fría a su hermano de un quijadazo de burro en su cabeza; no solo lo sacrifica, sino que inaugura la lucha del ser humano contra sí mismo y contra otros en un tobogán de maldad sin fin que hoy todavía no acaba. Así que de aquéllas lluvias son estos charcos. La narración bíblica presenta una pregunta elemental: ¿Es la maldad invencible?
En la antigua Grecia, el señor Sócrates entendió la maldad como ignorancia: nadie hace el mal conscientemente, sino por falta de conocimiento del bien, decía.
Don Platón, en su obra “La República”, la relacionaba al desequilibrio del alma, donde las pasiones esclavizan la razón.
Aristóteles, más pragmático, ligaba la maldad a la carencia de virtud, una carencia del “justo medio” aristotélico, orientado por la prudencia.
Para los griegos, la maldad no era una esencia, sino una desviación corregible mediante la educación y la ética para forjar el carácter de niños y jóvenes.
Más tarde en la Edad Media la filosofía cristiana desempolvó estas ideas a la luz de la fe y por ello cobran gran valor. El abogado y obispo San Agustín, influido por el pecado original, veía la maldad como una carencia del bien, un encaminarse del alma hacia el egoísmo alejado de Dios. En su libro “Confesiones”, describe su propia lucha interna, explicando que la voluntad humana, corrompida de maldad, elige el mal libremente.
Más tarde Santo Tomás de Aquino, presentó una propuesta diferente: una visión optimista ya que dijo que la maldad es accidental, no sustancial, y el hombre, creado a imagen de Dios, tiende a inclinarse naturalmente al bien, aunque puede desviarse por error o debilidad.
En la época moderna la discusión sobre el mal se hace más racional y laica. Por decir un ejemplo: Descartes, en sus “Meditaciones”, culpa al mal cuando dice que usa mal la libertad: el entendimiento finito y limitado del hombre lo lleva a portarse mal.
Spinoza, en su obra “Ética” despoja al mal de contenido moral: el mal no existe en sí mismo, solo como percepción ligada a nuestros deseos y limitaciones.
Kant, en su grandiosa obra “La religión dentro de los límites de la mera razón”, introduce el “mal radical”: esto es una inclinación innata a preferir el interés de cada quien sobre la ley moral, aunque superable mediante la razón y la voluntad.
Luego el pesimismo se apersona con Schopenhauer quien en “El mundo como voluntad y representación” describe la vida como un ciclo de deseo sin fin y sufrimiento. La maldad es la manifestación de la voluntad egoísta que domina al hombre, asegura.
Nietzsche no se queda atrás. En “Así habló Zaratustra”, impugna esta visión pasiva: se atreve a decir que la maldad no es un defecto, sino una reafirmación de poder. Según él, el superhombre llega más allá del entendimiento tradicional del bien y del mal, abarcando toda la vida en su totalidad incluyendo sus aspectos destructivos.
Llega el médico Freud para introducir, causando gran revuelo, el psicoanálisis y, con él, la idea del inconsciente como fuente de impulsos oscuros. En su obra “El malestar en la cultura”, perfila que la sociedad reprime instintos agresivos, pero que estos brotan de todos modos. Lacan, su yerno, retomando a Freud, ve el mal en el “goce”, un placer autodestructivo que escapa al control de la cultura y sus símbolos.
Más para acá, filósofos del siglo XX como Hannah Arendt, con su idea de la “banalidad del mal”, explican cómo actos malvados pueden surgir de la obediencia irreflexiva, no de una maldad natural, mientras que Zygmunt Bauman, en “Modernidad y Holocausto”, señala cómo la burocracia agranda la capacidad humana para la maldad.
Para combatir el mal, Jesucristo volteó al revés el principio platónico de “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti”, por el muy cristiano de “haz a otros lo que quisieras que te hicieran a ti”, reafirmado con su propuesta mayor: “amarse unos a otros como Yo los amo”.
El doloroso problema de las desapariciones que se ha incrementado exponencialmente en los últimos años nos impone preguntarnos como colectividad:
¿Los que cometen la maldad surgen de malas familias?
¿Hacen el mal porque pueden, porque ni el Estado ni nadie se los impide?
¿Los cárteles malignos son resultado de la ignorancia socrática, del desorden platónico, del pecado agustiniano o del mal radical kantiano?
¿Es la tendencia al poder nietzscheana o el goce lacaniano de quienes quitan la vida, queman cuerpos y delinquen?
¿La complicidad y la incompetencia de algunas autoridades comprueba la banalidad del mal de Arendt: un sistema que ya normaliza el horror por pasividad o corrupción?
El tamaño de la criminalidad de estos años hace recordar a Bauman: se trata de una maquinaria para exterminar, tan eficiente que solo la modernidad, con su tecnología y organización, hace que cada vez sea peor.
¿Podemos erradicar la maldad? La historia de la filosofía no ha logrado consensar una solución, más bien la ciencia política ha acertado parcialmente.
Por eso cobra importancia que Nicolás Maquiavelo admitía que la maldad de los hombres solo podría ser corregida por medio de las instituciones políticas, esto es del Estado. Para el florentino el hombre es malo por naturaleza y la maldad nunca acabará, pero el Estado es el único capaz de acotarla y reducirla para que la vida del hombre en sociedad sea llevadera.
Con Maquiavelo vemos que en la lucha por el poder es donde al hombre le sale lo más malo cuando es ingrato, hipócrita y temeroso, codicioso, envidioso y avaro, egoísta y antiético, también psicópata y sádico, etc.
El señor Arthur Schopenhauer, sostuvo que la maldad es parte de la naturaleza humana y que está presente en la esencia de la voluntad egoísta.
Soren Kierkegaard, filósofo existencialista, consideró que la maldad es un estado demoniaco que se diferencia de la servidumbre del pecado.
Si la maldad es ignorancia, como dijo Sócrates, la educación podría combatir la maldad. Si es una privación del bien, como dijo San Agustín, la redención espiritual sería la clave. Si es una elección, como postuló Kant, la ética personal podría frenarla.
Pero si el par de Nietzsche y Freud tienen razón, la maldad es inseparable de la condición humana ya que es una pulsión normal.
El trabajo de las madres buscadoras y de tantos colectivos que la tragedia ha provocado, comprueba que el bien sigue existiendo, pese a todo. Lamentablemente la corrupción, la violencia y la impunidad, como maldades que son, muestran su capacidad de adaptación, de atracción y de avance.
Erradicar la maldad parece un sueño.
No hay señales de que la humanidad logre acabarla sin modificar su esencia: la libertad del hombre de elegir, incluso el mal.
Sin embargo, seamos optimistas: reducir su impacto es posible si, con Maquiavelo, fundador de la ciencia política moderna, el Estado no protege a los que hacen el mal y en vez de eso los combate. Asimismo, si hay una sociedad que no tolere la indiferencia y si recuperamos nuestra capacidad de sorprendernos ante el horror de la maldad.
Traten de ser felices.